Ya quedábamos pocas chicas, todas iban saliendo del
pueblo, había que buscar un futuro que el pueblo no podía darnos.
Siempre he dicho que todas las amigas que tuve en
Conquista, colaboraron a que los días fuesen más llevaderos.
Luisa, fue
una de las amigas que tuvo que soportar por más tiempo mis días tristes, por ser
una de las últimas que estuvo conmigo hasta mí salida del pueblo. Fueron tantas las confidencias compartidas con ella, que siempre me quedó la duda si quizás fui demasiado egoísta al hacerla participe de mis problemas.
Teníamos 15 años y
mucho que contarnos, todos los ratos libres que nos dejaban nuestras
obligaciones entre costuras, los pasábamos juntas.
En el pueblo las diversiones seguían siendo pocas.
Los domingos por la mañana la misa y en la tarde un paseo por La Estación. Creo
que en ese tiempo ya se hacían guateques pero no era para nosotras.
Ese año volvían los carnavales después de unos años
de prohibición todo el pueblo estaba revolucionado por ese motivo, preparando
sus disfraces y mascaras para esos días.
Llego el primer día de carnaval, todo en la calle
era fiesta, las mascaras unas iban otras venían todas disfrutando de su
anonimato. A nosotras solo nos quedaba mirar por la ventana con un poco de
envidia. (Que nos vieran donde todo el mundo reía y se divertía no estaba bien,
Teníamos luto).
En un momento tuvimos la inspiración. Si nos
disfrazamos podemos pasar desapercibidas, ocultas tras la mascara nadie nos
conocerá, y reiremos como hace tiempo que no lo hacemos.
Busque en el
baúl de mi madre, había un vestido y una mantilla de aquel día que fue madrina,
allí estaban también sus zapatos de tacón. Luisa que era alta y fuerte, se
vistió como un elegante padrino, la madrina dando traspiés, y haciendo un gran
esfuerzo por mantenerse sobre los tacones sin caerse, manteniendo el equilibrio
gracias al brazo de su pareja.
Así fue como
recorrimos las calles del pueblo, distorsionando la voz y gritando para llamar la atención.
En el recorrido pasamos por la Calle Nueva. Justo en
la puerta de La Iglesia vemos a Don Francisco el cura (con algo de respeto por
nuestro atrevimiento, pero aprovechando la situación de la incógnita) nos
reíamos con ganas, siguiendo el juego “del no me conoces”. El aseguraba
conocernos, confundiéndonos con otra pareja, pero no podía imaginar que tenía delante a dos
muchachas del grupo que todas las tardes acudía al rosario, rezando y cantando
a la Virgen como si nunca hubieran roto un plato.
Tal como habíamos
pensado, fue un rato para reír con ganas y sin miedo a que nadie nos conociera.
Cuando un día tuvimos que despedirnos, nos
prometimos que nos seguiríamos contando todo lo que en nuestro día a día
fuésemos viviendo. Las amigas nuevas que yo tendría en Madrid, los chicos que
conociéramos, los novios. “Tenemos que contarnos todo hasta que cada una
lleguemos a casarnos.” Que ingenuas, porque nuestro contacto duro un año por carta, justo hasta el momento que nos
echamos novio.
Las amigas, sin darnos cuenta pasamos a un segundo lugar, más
aun, cuando nos separaba la distancia.